Sin solución de continuidad, sin que ningún jet lag se interpusiera en nuestro camino, sin apenas pausas -distribuidas de forma muy irregular entre los diferentes metabolismos voluntarios-, nos hemos adentrado en Tierra de Coyotes, en Coyoacán.
Pisar el suelo de sus plazas y calles es, probablemente, una de las mejores formas de entrar en contacto con la realidad de un pueblo mexicano decididamente acogedor, una afirmación peligrosamente cercana al tópico vacíamente halagador, pero profundamente cierta. Allí, los foráneos, los de gesto despistado, nosotros, somos la inmensa minoría. Las familias pasean comiendo churros rellenos sin dejar de hablar de sus cosas, las parejas comparten un único helado de mango mordisqueándolo al mismo tiempo, los amigos quedan citados para sentarse alrededor de platos de mole, cochinita pibil o unos tacos que delatan la disposición del paladar ante sus mil mezclas posibles. Comida, comida, comida... y sus respectivos olores que, como nubes invisibles, nacen desde cientos de puestos ambulantes o desde las cocinas de pequeños establecimientos, siempre atestados, y se adueñan del aire.
Las calzadas y las aceras dejan de tener fronteras, ocupadas ambas por vendedores de girasoles, de plantas de sombra, de chapulines, de manteles... y hasta de lo inimaginable. Por los que congregan a su alrededor a decenas de espectadores con sus marionetas, su espectáculo de hip hop, su arte como ventrílocuo, su ofrecimiento para recitar poemas a demanda o hacen piña para bailar en medio de la calle sones caribeños. Por los que sólo pasean, cuando pasear es un ejercicio inconsciente con el que crear comunidad y un intangible sentimiento de pertenencia a algo común.
Poco hace falta para iniciar una conversación. Una simple pregunta intrascendente y la pareja con la que compartes banco te cuenta las bondades y desdichas de su país, regalándote la más elocuente de las bienvenidas a su tierra. O como Rufina, que recuerda sus viajes europeos de juventud con nostalgia indisimulada para, después de llenar la memoria del teléfono con fotos, despedirse con abrazos y besos que, en minutos, han trascendido a la emoción.
Ya estamos mexicanizados por la vía rápida. Mañana, cada voluntario y voluntaria será uno más dentro de un grupo que se multiplicará con los cuarenta nuevos amigos que nos esperan y con los que compartiremos un objetivo: abrir las puertas y las ventanas de las oportunidades para continuar creciendo.
Pisar el suelo de sus plazas y calles es, probablemente, una de las mejores formas de entrar en contacto con la realidad de un pueblo mexicano decididamente acogedor, una afirmación peligrosamente cercana al tópico vacíamente halagador, pero profundamente cierta. Allí, los foráneos, los de gesto despistado, nosotros, somos la inmensa minoría. Las familias pasean comiendo churros rellenos sin dejar de hablar de sus cosas, las parejas comparten un único helado de mango mordisqueándolo al mismo tiempo, los amigos quedan citados para sentarse alrededor de platos de mole, cochinita pibil o unos tacos que delatan la disposición del paladar ante sus mil mezclas posibles. Comida, comida, comida... y sus respectivos olores que, como nubes invisibles, nacen desde cientos de puestos ambulantes o desde las cocinas de pequeños establecimientos, siempre atestados, y se adueñan del aire.
Las calzadas y las aceras dejan de tener fronteras, ocupadas ambas por vendedores de girasoles, de plantas de sombra, de chapulines, de manteles... y hasta de lo inimaginable. Por los que congregan a su alrededor a decenas de espectadores con sus marionetas, su espectáculo de hip hop, su arte como ventrílocuo, su ofrecimiento para recitar poemas a demanda o hacen piña para bailar en medio de la calle sones caribeños. Por los que sólo pasean, cuando pasear es un ejercicio inconsciente con el que crear comunidad y un intangible sentimiento de pertenencia a algo común.
Poco hace falta para iniciar una conversación. Una simple pregunta intrascendente y la pareja con la que compartes banco te cuenta las bondades y desdichas de su país, regalándote la más elocuente de las bienvenidas a su tierra. O como Rufina, que recuerda sus viajes europeos de juventud con nostalgia indisimulada para, después de llenar la memoria del teléfono con fotos, despedirse con abrazos y besos que, en minutos, han trascendido a la emoción.
Ya estamos mexicanizados por la vía rápida. Mañana, cada voluntario y voluntaria será uno más dentro de un grupo que se multiplicará con los cuarenta nuevos amigos que nos esperan y con los que compartiremos un objetivo: abrir las puertas y las ventanas de las oportunidades para continuar creciendo.