Un
día puede tener más de veinticuatro horas. O, al menos, parecerlo. De hecho, los
voluntarios de INVOLVE que hemos llegado a Ciudad de México desde Europa hemos
creído vivir, al menos, treinta y una. Y si estimamos la duración del tiempo en
sensaciones -con las que elaborar nuestra particular teoría de la relatividad-,
el tiempo de este domingo ha parecido no tener fin. Ni, casi, principio.
La
frontera entre los días se diluyó sobre las aguas del Océano Atlántico y lo que
era sábado pasó a ser domingo y viceversa. A las once horas de vuelo, aunque
los relojes se empeñaran en señalar que únicamente habían transcurrido cuatro,
vino a unirse, sin casi solución de continuidad, la prolongación de una
mayoritaria vigilia arrastrada desde bastantes horas atrás pues, ante la
imposibilidad, en forma dominical, de iniciar la aventura solidaria que nos
justifica en estas tierras, comenzamos a abrir los poros y a mostrar nuestra
permeabilidad en las atestadas calles de Coyoacán recibiendo sus luces, sus
olores, las miradas y gestos de sus gentes o la presencia, en mil formas de distintas
manifestaciones, la enriquecedora cultura del pueblo mexicano.
INVOLVE
lleva mucho tiempo preparándose y los voluntarios somos, quizá, el penúltimo
eslabón que une esta cadena solidaria. Y, aunque hoy sólo hayamos escrito el
prólogo, son pocas las improvisaciones que caben en el desarrollo de lo que ha
de venir a partir de mañana, cuando es tan alta la importancia de lo
perseguido. Por eso, terminar el día trabajando, como hemos hecho, es la mejor
forma de comprobar que el tiempo puede alargarse cuando se llena de compromiso y
hermosos deseos.