“Lo que las
urnas no nos dieron directamente, se ha tenido que corregir a través de la
negociación”. Esta afirmación y sus consecuencias pasarán a la antología de los
manuales de la Sociología Política. Y, quizá, cuando alguien se entretenga en
analizar lo que ahora está sucediendo en Cataluña, puede que termine apelando a
Weber y a su tesis sobre el lícito ejercicio de la violencia del Estado, que no
siempre ha de tomar los derroteros del palo sobre la espalda, y ponga estas
palabras como ejemplo del desequilibrio entre las decisiones del poder versus
los movimientos y condicionantes sociales que, en principio, deben subordinar a
aquellas. En ese análisis, ese alguien también podría exponer cómo para un
mismo juego, las reglas, el árbitro y hasta el campo pueden llegar a ser
distintos dependiendo de a que contrincante se apliquen las normas o de si el
resultado es conocido antes de empezar, con lo que para obtener el buen fin
cualquier medio ha de servir, lo que irremediablemente le llevará a citar a
Maquiavelo, aunque sólo sea por costumbre y de manera apócrifa. O, quizá,
también sea posible que ese sociólogo eche mano de su alma literaria e invoque
a Valle-Inclán y a su esperpento para intentar explicar esta grotesca
deformación de la realidad.
Weber, Maquiavelo y Valle-Inclán me parecen, en cualquier caso,
insuficientes para justificar lo que la frase de Artur Mas encierra: el más
profundo desprecio por la voluntad de la ciudadanía, ese ente, esa cosa
en la que todos parecemos participar y que sirve lo mismo para llenar bocas
grandilocuentes que para vaciar vergüenzas. El, aún a estas horas, President
en funciones, desde el convencimiento de que aquellos electores que no
eligieron a Junts Pel Si fueron lerdos, bobos y no sabían lo que hacían
cuando depositaron su voto, fuera éste cual fuera (aunque, según se deriva de
sus palabras, quienes optaron por la CUP debían estar especialmente obtusos
cuando se presentaron ante las urnas), concluye que el voto vale una mierda, o merda,
si no contiene la papeleta adecuada, por lo que ha de ser limpiado o, como dice
la encarnación de Lord Farquaad, corregido, dejando a las claras que, para Mas,
lo que las elecciones le dieron contiene faltas o errores. Para terminar,
utiliza el término "negociación" y no me resisto, observando la
trayectoria que esa "negociación" ha tenido durante los tres últimos
meses, con apoteosis final incluida, a que me asalte el sentido peyorativo que
la expresión puede contener, más cercano en su significado al de especulación y
comercio de estraperlo con acompañamiento de escenificaciones y declaraciones
que, a veces, pasaban del patetismo a la fatuidad sin solución de continuidad.
Me gustaba la CUP. “Ojalá tuviéramos más CUP repartidas por el territorio”,
llegué a pensar. Claro que, en esa reflexión, obviaba la cuestión del
independentismo. Podía hacer mías la inmensa mayoría de sus propuestas sociales,
defender su afán asambleario y, sobre todo, me agradaba su coherencia, aunque
estuviera en desacuerdo con algunas de sus proposiciones, especialmente la del adéu a España. Y cuando algunos soltaban
lo de anticapitalistas y antisistema con ánimo ofensivo, hasta me hacían reír,
¿qué capitalismo y qué sistema defendían los que lo decían? La CUP parecía que
siempre había dicho lo mismo y lo seguiría diciendo. Una rara avis política. Eran hasta capaces de obrar milagros y de
revolucionar las probabilidades estadísticas haciendo que una votación obtuviera
resultados imposibles. Acojonante. Pero eso se acabó. Alegarán que su objetivo
se ha cumplido: Artur Mas no será presidente. Pero lo será otro miembro de la
derecha catalana. ¿Con ello han ganado algo en el camino hacia la justicia
social? No tengo respuesta y sí muchas dudas. Creo que, al final, por encima de
la gente y sus necesidades, se ha impuesto el dogma supremo y divino de la
independencia. Me dirán: “Siendo independientes trabajaremos más y mejor por
nuestro pueblo”, pero eso es una especie de silogismo hipotético e indemostrable.
La CUP ha claudicado. Sus asambleas han terminado no sirviendo para nada.
La firmeza se ha hecho añicos y siento que su potente base ha comenzado a
resquebrajarse. Dicen que seguirán teniendo voz propia, pero el hecho de que
deban aclarar públicamente ese extremo ya suena a disculpa, la misma que
manifiestan al “reconocer errores en la beligerancia expresada hacia Junts Pel Si”. ¿Cuáles fueron los
errores? ¿Ser ellos mismos y actuar según el mandato de sus militantes? Acuerdan
que dos de sus diputados pasen, sin pasar, a formar parte del grupo de Junts Pel Si en una suerte de transfuguismo
en diferido. Dirán que el propósito es el control mutuo, el trabajo en común,
pero ¿es eso lo que votaron sus electores, que, de facto, sus papeletas sirvieran para hacer crecer a otro grupo
parlamentario? Asumen que van a purgar sus filas apartando a las voces más
críticas, las que pueden decir “éste no es el camino” y ponerse un poco
pesados. Eso tiene un nombre. Y lo más llamativo, tras una genuflexión se
comprometen a “no votar en ningún caso en el mismo sentido que los grupos
parlamentarios contrarios al proceso”… Entonces, ¿para qué permanecen en el
Parlamento? Si no se espera oposición, crítica y desacuerdo, sus diez diputados
se convierten en irrelevantes en este remake
de la Ley Mordaza a la catalana. Por eso, Mas ya les ha recordado a la CUP esta
tarde que quien se mueva un milímetro será señalado.
La CUP ha terminado contaminada por el pánico a unas nuevas elecciones, una
perspectiva que les entusiasmaba no hace mucho. Triste. Como triste es que el camino
de la lógica no se imponga pues (casi) todos han manifestado su oposición a la celebración
de un referéndum que pregunte directamente a los catalanes si desean o no ser
un país independiente de España. Los unos, amparados en el carácter
plebiscitario de las elecciones -que ellos mismos le otorgaron (yo me lo guiso,
yo me lo como)-, paralizados por el miedo a un resultado no deseado y haciendo
funambulismo en una asombrosa capacidad de tramposo cálculo aritmético que
concluye que 47 es más que 53 y que las cuentas son otras y sólo valen los
culos en los sillones. Los otros, envueltos en la ley, la Constitución y en el
rancio discurso de la inquebrantable unidad de una España que parece que jamás
han llegado a comprender. Unos y otros niegan que dar la voz a la gente y que ella
decida su futuro sea una solución viable. Cara y cruz de una misma moneda, la
que acuña el inmovilismo y la cortedad de miras. Y los intereses parditistas
por encima de cualquier otra cuestión, aunque afirmen lo contrario.
Y mientras tanto, en Madrid, ese enemigo mitológico de Cataluña construido
en el imaginario de algunos y que ha terminado transformándose en una historia
cierta (¡cuán larga es la lista de agravios de todos los pueblos de España, incluido
el madrileño!), ¿qué ocurre? Pues que se lo están poniendo a huevo a la fábrica
de independentistas que reside en la calle Génova, a ese PP cavernario que ha
encontrado un filón argumental con el que empujar a un PSOE convertido en un
gallinero al abismo del “gran pacto”. ¿Sería posible que una unión del Partido
Popular y de Ciudadanos, Juntos por
España pongamos por caso, solicitara la cesión de trece diputados del PSOE
para evitar nuevas elecciones? Cosas veredes…
No soy independentista. Ni catalán. Sólo un madrileño llevado hasta un
rincón fronterizo de Castilla-La Mancha. Pero imagino que tengo derecho a ser
lo que soy. Y a opinar. Y a defender que la gente se exprese. Y a desear que
Cataluña continúe formando parte de España y a que, si los catalanes deciden lo
contrario, deba aplaudir la decisión de un pueblo. Y a respetar y a ser
respetado. Pero hoy, sólo sé que la derecha de un partido corrupto y recortador del bienestar ciudadano vuelve a gobernar en Cataluña por
mucho disfraz que se ponga. Y que a la derecha española de un partido corrupto y recortador del bienestar ciudadano le han repartido unas
cuantas cartas más en esta partida amañada. La izquierda sigue sin aprender.