9/6/15

El invitado amargo

 
Aquella calurosa tarde de finales de junio de 2013 comenzaba a reclamar el paso al siguiente capítulo. Una tarde de siesta sustituida por conversaciones bajo el alivio de la sombra y de paladares obsequiados por los helados de Jijona.

-Si os apetece, podemos subir hasta el Castillo. Queda muy poco en pie de lo que fue, pero la vista desde allí es magnífica.

-Ojalá pudiéramos, Luis. Pero nos tenemos que ir. Están esperándonos en Altea.

Las horas se habían evaporado sin darnos cuenta. En esta ocasión, el bochorno no había producido la ralentización del segundero con la que suele venir acompañado.

-Llegaréis en seguida -dijo él, con su voz enronquecida, dándole mayor contundencia a la afirmación-. ¿Podéis acercarme a casa? Luego os indico cómo salir del pueblo. Voy a descansar un rato, me agoto rápidamente... Cuando pase un poco este calor intentaré seguir escribiendo en lo que ahora estoy trabajando, un libro mano a mano con Vicente Molina Foix y que no tengo muy claro cómo terminará. Me está costando...

Nos despedimos de Luis Cremades con palabras insuficientes para agradecer su acogida y su generosidad tras provocar la ruptura de la frágil calma de su rutina. Prometimos, como una excusa innecesaria, regresar para admirar sosegadamente desde la altura del Castillo los valles y barrancos jijonencos y buscar juntos el mar tras el rugoso horizonte. Si éstas ya eran razones más que suficientes para el reencuentro, a ellas vino a sumarse, desde hace un tiempo, un nuevo argumento, aquello que tanto trabajo le estaba costando escribir a Luis ya tiene un nombre: El invitado amargo.

Con un imperdonable retraso (aunque cada libro encuentra su momento, como me dijo Luis), acabo de terminar la lectura de esta obra de complicado y, probablemente, inútil etiquetado, pues dudo que la creación haya de terminar sometiéndose a las marcas y precintos. Hoy me doy cuenta de que aquel día de junio no comprendí el alcance del coste del que Luis hablaba, atribuyéndolo en ese momento, quizá, a cuestiones de índole meramente literarias. Pero la dificultad con la que él se enfrentaba no estaba en los campos léxicos, semánticos o de la composición, sino en la que impone la inmersión en el proceso de desnudar el alma ante el espejo amarillento del recuerdo, la de entrar en el laberinto de una memoria en la que se sabe han de encontrarse más minotauros que puertas mágicas al cielo.

Luis y Vicente fueron amantes en medio de la gloria del comienzo de los años 80. El primero llegó, el segundo ya estaba en un Madrid irrepetible. Luis aún no había inaugurado sus veinte años, Vicente caminaba con firmeza por el meridiano de la treintena. El más joven exhibía un hambre voraz ante el muestrario de alimentos del espíritu y la carne nunca probados antes, el mayor llevaba ya acumuladas muchas digestiones. Treinta años después, las aparentemente catárticas páginas de El invitado amargo, nacidas desde la anécdota pero que terminan convirtiéndose en un ejercicio de purga, nos invitan a husmear en todo lo sucedido durante aquel tiempo de intimidades propias y ajenas, de deleites públicos y privados, de reproches que encuentran en el procedimiento epistolar su forma natural de expresión, evitando así el complicado cara a cara. Y entre medias, al lado, junto a las luces y las sombras de Luis y Vicente, como actores secundarios unos o directores de escena otros, una extensa nómina de nombres y apellidos claramente reconocibles.

Acabo de finalizar la lectura de este heterodoxo tratado práctico sobre la perenne lucha entre el Amor y la Libertad y dudo si el propósito no declarado de cada autor era mostrarse como parte del grupo de los vencedores o de los vencidos, realizando una especie de examen de autojustificación. Probablemente no sea así y todo sea mucho más simple. En cualquier caso, he llegado hasta la última página de El invitado amargo con el acompañamiento emocionado de la imagen de Luis en las calles de Jijona. Habré de regresar pronto a ellas y buscar desde las cumbres montañosas la presencia del mar. Allí, él sabrá sacarme de dudas.