16/3/16

Los verdes valles de Irlanda



Comienza INVOLVE... Y si algunos comienzos pueden ser duros, en este arranque se han mezclado la contradicción por el dolor y el sufrimiento que deja de ser ajeno tras el primer roce de piel con la emoción y la solidaridad transmitidas en ese mismo contacto. Una tarde de sábado compartida en el Centro Ocupacional "El Molino", en Alcalá de Henarés, con hombres y mujeres a los que la vida parece haberles dado la espalda, sin techo, pero plenos de esperanzas. Hombres y mujeres a los que respeto profundamente, y de los que guardo sus imágenes en mi memoria.



    -Cuando la encontré, estaba esquelética, a punto de morir. Conseguí salvarla, pero nunca pude evitar su terror a los petardos. Murió diecisiete años después. Y creo que fue feliz. 

     A Benito se le empañan los ojos al recordar a su medio loba. Pero la lágrima vuelve a esconderse cuando en su cara sin afeitar la sonrisa toma su forma. 

     -Sueño con irme a una granja en Irlanda -cuenta Antonio-. Me han dicho que trabajas cuatro horas y el resto del tiempo lo dedicas a estudiar. Aunque, a mi edad, creo que me costaría. 

     Y parece que el verde irlandés, "Escocia será igual", apunta él, se posa sobre la mesa y le ilumina la mirada y el deseo de aprender ese mínimo inglés que le negaron en la Escuela de Idiomas. 
     
     Ana echa de menos sus noches de discoteca atronando sus oídos con house. Su compañero, los platós de televisión en los que se sentía orgulloso de su trabajo de regidor. Ellos, la pareja que se abraza en la oscuridad esperando el autobús de regreso, enseñan en silencio las fotos de sus hijas. El joven marroquí sabe que va a impactar nuestra imaginación al contar su viaje escondido en el hueco de la rueda de repuesto de un autobús... 

     Durante unas horas, sus vidas se cruzaron con la mía. Hemos compartido el espacio de una encrucijada en la que un balón se transforma en un objeto que rompe barreras, una conversación fría adquiere calor tras estrechar una mano o el desconcierto de un concierto, en el que las risas se mezclan con los movimientos de pelvis mientras suena “Macarena”, permite dejar la vergüenza para mejores momentos. 

     Y en ese espacio, en esa especie de paréntesis en el que la línea quebrada de sus vidas se mezcla con la suavidad de mi línea continua y cómoda, mis temores se diluyen cuando dejo de hacerme preguntas sin sentido. ¿Puedo cambiar sus vidas? ¿Soy el rico que viene a lavar su alma con las manos del pobre? Nada de eso. Soy Juan Manuel aprendiendo, soy Juan Manuel sintiendo. Y deseo dar lo que ellos desean recibir: mis oídos atentos, mi mirada que asiente con lentos parpadeos y mi mano sobre su hombro en una entrega silenciosa que se llena de palabras que no se dicen, “maldita suerte”, “lo siento...”. Hoy sólo importa que eres mi amigo. 

     Escribo esto y, probablemente, en este mismo instante ya nada es igual. Ya no hay ruido, ni música, ni platos llenos y la madrugada vuelve, como todos los días, a convertirse en una solitaria compañera en un lugar inhóspito. No puedo dejar de preguntarme si lo que he hecho ha servido de algo. Creo que me quedaré sin las respuestas que estoy deseando oír. Y quiero creer, también, que la felicidad minúscula que deseé entregar se depositó durante unos minutos en el rostro de mis nuevos amigos y amigas. 

     No he cambiado sus vidas, he ayudado a sus relojes a caminar algo más lento durante un tiempo. Vivir es sumar. Espero que la merma de egoísmo que he sufrido hoy se transforme en un recuerdo bello para ellos. Y espero, con el alma, que Antonio encuentre un día el camino que le lleve a los verdes valles de Irlanda.

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